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Pieza del mes mayo 2009
- La pieza
- Biografía
- El cuadro
- Biografía del artista
- Ficha técnica
INTRODUCCIÓN
La compartimentación que se ha venido haciendo en el arte de la pintura, principalmente por medio de los géneros pictóricos, alcanzó su máximo esplendor en el siglo XVIII y XIX a través no sólo de las representaciones y los alardes técnicos que ofrecían las pinturas, sino también por la especialización de los propios autores. Así, el bodegón, el paisaje o la marina, tomaban entidad por sí mismos respecto a las temáticas o composiciones que predominaron tiempo atrás, donde el retrato, lo religioso-mitológico o la pintura de historia habían acaparado los modos de hacer.
Definimos como “marina” a una composición pictórica cuya temática principal es el mar, el agua en sus diferentes estados anímicos o lo que viene sucediendo o desarrollándose en ella. Este género variará sus representaciones –barcos navegando, tormentas, batallas navales, etc.- e irá representando distintas situaciones según la época en la que es ejecutada la obra. Por lo tanto, las marinas son obras que, además de llevar impresa una cronología, son una excelente herramienta para observar y analizar los avances sociales y técnicos en el mundo de la navegación.
Los orígenes de los géneros pictóricos nunca han estado claros. La teoría más extendida es la que alude a su desligamiento de otro género, es decir, el paisaje surgió como fondo o pretexto compositivo para “sustentar” otra escena que ejercerá como principal. Poco a poco, y a partir del siglo XVI, estos pretextos ubicados en los fondos tomarán por sí mismos una entidad suficiente y empezarán a gozar de la aceptación y la demanda del público. La pintura que durante el periodo renacentista se realiza en los Países Bajos, es sin duda el inicio o el motor para el género que tratamos. En muchos de los cuadros de aquellos autores ya vislumbrábamos un incipiente paisaje, un bodegón o naturaleza muerta o, simplemente, una marina. Este último género, la marina, estaba ligado a la propia vida y avatares del mar, donde la importancia y calidad de sus puertos marítimos era fundamental para el desarrollo socio-económico. Con el paso del tiempo, las representaciones marinas cobran entidad por sí mismas y optan por escenas variadas, exponiendo a los ojos del espectador no sólo unas aguas embravecidas o una batalla naval, sino la propia pericia técnica del pintor a la hora de plasmar las calidades ofrecidas por el líquido en movimiento, el colorido de éste o la textura visual que ofrece.
Sin lugar a dudas, el género que nos ocupa, es un alarde de realismo y también de lo imaginario, pues representará escenas épicas vividas por los marineros y narradas por las crónicas orales o escritas que han contribuido, inclusive, a plasmar momentos históricos.
El Ateneo de Madrid cuenta en su colección con bellos ejemplos de este género. Por un lado dos obras de Rafael Monleón (1843-1900) pintor que dedicó especial interés por los temas marinos; por otro, el ejemplo que nos ocupa, Tomás Campuzano y Aguirre, pintor que supo llevar a sus lienzos la costa cantábrica y su peculiar belleza, destacando como uno de los mejores artistas españoles en marinas.
La obra, de gran tamaño y formato alargado, representa un puerto natural del Cantábrico en el que observamos diferentes naves atracadas y al albergue del mismo. La composición, centralizada en un buque, nos transmite la idea de modernidad y el cambio que, en estos fines del siglo XIX, se está produciendo en la industria naviera, idea reforzada por la antigua nave que se sitúa a la derecha del mismo.
Compositivamente, varios planos se nos sobreponen hacia el fondo creando una perspectiva centralizada donde se distribuyen otras naves, si bien es cierto que, el autor, parte de una boya situada en primer plano para introducir al espectador en la escena y guiarle a través de los puntos de color estratégicamente situados. Esta perspectiva queda reforzada por la ubicación de la tierra en los laterales, lo cual obliga más a centrar la vista al fondo, observando, plano por plano, todos los detalles y elementos que componen el lienzo, los cuales van situándose en un zig-zag reforzando así la profundidad y en un perfecto orden.
El tratamiento lumínico es, sin duda, uno de los aspectos más interesantes de este óleo. La uniformidad en la entrada de luz a la obra, nos pone directamente en contacto con el húmedo ambiente norteño y con los modos de hacer del artista. El cielo plomizo, nublado y la luz tamizada, contribuyen a crear una atmósfera unitaria, sosegada, que potencia la perspectiva visual, a lo que también ayuda las tonalidades usadas en la paleta, basadas en el gris, transmitiendo de manera inmediata la costa cantábrica al espectador. Es una paleta tonal rica en matices, los cuales se construyen con pinceladas abiertas, casi esfumadas, pero perfectamente ejecutadas y precisas en su ubicación sin llegar a dejarse embutir en los contornos.
El cuadro debió entrar en la colección del Ateneo de Madrid por donación de su autor, posiblemente entre 1885 ó 1900, años en los que la institución germina su colección pictórica. Colgado a la entrada de la biblioteca, sin lugar a dudas, no pasa desapercibido al público que lo contempla.
Tomás Campuzano y Aguirre
(Santander, 1857 – Becerril de la Sierra, Madrid, 1934). Tras estudiar legislación, pronto se decantó por el mundo de la pintura, donde se especializó en grabado, llegando a ser Director de la Escuela Nacional de Artes Gráficas, donde ejerció como profesor. Discípulo de Carlos de Haes, en su pintura destacan las escenas costumbristas norteñas, donde envuelve a los personajes y objetos en atmósferas bucólicas, matizando la importancia de la luz, elemento muy estudiado y presente en su obra.
En 1884 participó en la Exposición Nacional de Bellas Artes, donde obtuvo la Tercera Medalla, abriéndose camino en las sucesivas muestras y obteniendo otros premios y distintivos que avalarán su obra. Realizó numerosas exposiciones colectivas e individuales, destacando la de 1915 con su participación en el Salón de Arte Moderno.
Excelente grabador, tiene un particular interés su serie Del Cantábrico, compuesta por veinticuatro aguafuertes que representan las costas cántabras. El dominio de esta técnica, el grabado, le hizo ocupar el cargo de director de la Calcografía Nacional además de pertenecer al grupo de Los 24, que tanta importancia tuvo en el desarrollo del grabado en la España de la época.
Fue socio del Ateneo de Madrid con el nº 4.939 y contribuyó con la donación de su obra a aumentar los fondos artísticos de la institución, conservándose, además del cuadro referido, su colección de veinticuatro grabados sobre el Cantábrico.
Autor: Tomás Campuzano y Aguirre (Santander, 1857 – Becerril de la Sierra, Madrid, 1934).
Cronología: siglo XIX (hacia 1885-1900).
Técnica: Óleo sobre lienzo.
Medidas: 100 x 415 centímetros.
Firmas o inscripciones: No han podido ser constatadas en el lienzo.
Contexto cultural o estilo: pintura española del siglo XIX.
Exposiciones: Si. Tomás Campuzano y Aguirre (1857-1934). Fundación Marcelino Botín. Santander, 2000.